EL ABRAZO PARTIDO
Dedicado a la memoria de Don Antonio Machado
Cuando salí por la puerta de aquella taberna y miré la mortecina luz de la farola me dí cuanta del peligro real al que me expondría al día siguiente.
Salí por el callejón y bordeé la parte trasera de la catedral tal como me habían dicho, la ciudad estaba animada, los universitarios alborotaban en los bares y al fondo se oía entre el vocerío los amortiguados cantos de la tuna.
Aquella noche dormiría en la pensión, se había vuelto un viento frío y pesado que me hizo estremecerme.Me subí el cuello de la gabardina y me paré un momento antes de cruzar la calle. PENSIÓN LA FORTUNA, habitaciones con baño, rompí cuidadosamente el papel amarillento con la dirección y abrí la mano dejando que aquel viento se los llevase tan rápido que apenas me dio tiempo de verlo.Me desperté con la primera luz del día, me vestí, me lavé la cara en el lavabo de la habitación, solo cuando me puse la chaqueta y la gabardina me percaté de la escasa luz de aquel día, miré por la ventana y con asombro vi que había comenzado a nevar.
Me quedé perplejo un momento, solo un momento y creí pensar que aquello era un mal augurio y entonces me di un pequeño golpe en la sien con los nudillos, tal como me había enseñado mi padre.Me puse el sombrero y sin hacer ruido salí de la habitación.Bajando la escalera me palpé con la mano el bolsillo interior, noté el bulto, saqué la mano y seguí bajando, pagué la cuenta a la señora vestida de negro que me atendió la noche anterior y al salir por la puerta me crucé con un hombre muy delgado con una chapela cubierta de fina nieve.
Desayuné en el bar indicado de la estafeta y me compré el diario del bando nacional, todo tal y como me habían dicho, no pude evitar mirar de reojo los otros, en uno de ellos aparecía la foto de Azaña, moviendo el brazo derecho en lo que parecía una asamblea.
A un olmo viejo Hendido por el rayo,
y en su mitad podrido
Con las lluvias de abril y el sol de mayo
Algunas hojas verdes le han salido.
Intenté recordar el resto, pero el puño que cada vez me agarraba más fuerte el estómago no me dejaba, la nevada había arreciado y el empedrado de la calle comenzaba a tener un ligero manto blanco, me toqué el pecho y noté el ligero bulto del interior de la chaqueta y me acordé de mi padre y por un momento lo vi frente a la pizarra con su traje azul dando la clase, ese era el único recuerdo que me había permitido quedarme, el resto de la tragedia, yo mismo con el paso del tiempo, la había ido anulando.
Doblé la calle y me encontré con la estación al fondo, tal como me habían dicho en la puerta había una pareja de la guarda civil.
Ni me miraron, perdido en la entrada de aquel día en blanco y negro. Miré el reloj, todavía me quedaban cinco minutos para las nueve, me encendí un cigarro y me quedé en un rincón del vestíbulo mirando las gentes grises cargadas de cestas y niños abrigados con bufandas de lana.
A la hora acordada me dirigí al baño de los hombres, esperé a que saliera un hombrecillo con cara de asustado y entré en el tercer cuarto empezando por la derecha, cerré el pestillo y esperé.Entonces sentí todo el frío que se había instalado aquella mañana en la cuidad y comencé a sudar, y pensé que me había caído a un pozo, miré el reloj, pasaban tres minutos y vi a mi madre vestida de luto.
Dos pequeños golpes y uno más fuerte, tuve ganas de santiguarme pero no lo hice, quité el pastillo abrí la puerta y me encontré un hombre que me miró y me tendió la mano, apenas le miré, pero aún así le vi los ojos, saqué el delgado paquete del bolsillo y se lo di.
El lo metió con un movimiento rápido en su bolsillo derecho y desapareció.Me senté en la fría taza y me puse a llorar un llanto sordo, ahogado, apenas percibido.
Al olmo centenario en la colina
que lame el Duero,
un musgo amarillento le mancha la corteza
blanquecina al tronco carcomido y polvoriento.
Me sequé las lágrimas con el frío y áspero dorso de la mano. Mi tren salía en doce minutos, pero yo debía verlo, mi padre, el maestro también quería verlo, solo un momento. La organización no tenía por que enterarse, nunca lo sabrían, sería el mejor acto de mi mediocre vida.
Rompí mi billete a Zaragoza y me dirigí a la taquilla y pedí otro para las10 y veinte.Me senté a esperar y me encendí otro cigarro, el andén se había cubierto de blanco y la gente comenzaba a agolparse a los lados bajo la marquesina esperando la llegada.
Sonó un silbato y todo el mundo se agitó un poco, yo me apoyé en la pared verdosa de mosaico, sucia, desconchada, me eché hacia atrás y me escondí en las sombras.Fueron pasando los verdes vagones y el chirriar de las vías fue en aumento hasta que paró, el andén se llenó de gente que gesticulaba y intentaba no arrugar los ojos bajo aquella persistente nevada.
Vi cruzar el andén al hombre que apenas un rato antes me había dado la mano, se detuvo frente a una ventana y después se acercó a la puerta, bajó una señora delgaducha con pinta de profesora falangista y solterona, después lo vi bajar, con el aire pesado y melancólico que dan los años y la sufrida intelectualidad de aquellos años, bajó el último escalón y se quedó mirando al vacío, entonces el otro se acercó con paso rápido y lo abrazó durante unos segundos.Solo yo vi como le metía aquel paquete en el bolsillo derecho del abrigo de paño con el pasaporte falsificado.
Los dos se alejaron, sin mirarse, sin ningún tipo de poética en la acción que acababan de desarrollar. El uno por el lado izquierdo, el otro por el derecho.
Quise seguirle a él a Don Antonio, pero no pude, ni pude yo ni pudo mi padre.
No será, cual los álamos cantores
Que guardan el camino y la ribera
Habitado por pardos ruiseñores.
Al día siguiente Don Antonio Machado partía en un viejo Talgo azul hacia París donde publicaría su antología poética y moriría poco después en el exilio.
L. Roser. Farony.